Si hay algo que he comprendido después de muchos años calzándome las zapatillas casi a diario para correr es que el maratón no es una prueba más, no es un experimento, es casi (o sin el casi) una manera de entender la vida. Como a tantos y tantos locos de esto que los modernos llaman “running” los 42 kilómetros y pico me han enseñado a sufrir, a perseverar, a disfrutar de cada pequeño reto conseguido, a trabajar y a soñar. Pero sobre todo me han demostrado que nunca estás suficientemente preparado, que es casi imposible tenerlo todo previsto, que hacer demasiados planes de futuro a veces no tiene sentido.Muchas veces somos conscientes de la teoría, sabemos que las cosas son de determinada manera pero llega un día que algo hace ‘click’ y entonces cuadra todo, la ecuación tiene respuesta, aquello que habías interiorizado cobra sentido. El día 15 de noviembre del año pasado Koko y yo tomamos la salida de un maratón (el de València) que iba a ser especial. Corríamos después de los dos peores años de la vida de una de esas personas que un buen día el azar te regala y que se convierte en tu hermano para siempre. Hacía menos de seis meses que Arantxa, su mujer, mi amiga, nos había dejado dando una lección de entereza, de dignidad, de optimismo, de vida.
A lo largo de esos dos años habíamos dejado atrás kilómetros y kilómetros de entrenamiento, de charla, de esperanza, de desaliento y de sueños frustrados. Correr se había convertido para él en una especie de terapia contra desesperanza o, mejor, en una terapia de esperanza. Esa mañana corríamos porque ella así lo hubiese querido, porque nos demostró que hay que luchar hasta el final y que en la vida, como en el maratón, nada se consigue sin esfuerzo.
La voz del speaker, ese a quien dirías que conoces porque lo has escuchado animándote prueba tras prueba, arengaba a los miles y miles de locos que, como nosotros, teníamos por delante 42.195 metros. A pesar de la megafonía, a pesar del bullicio y de los gritos de aliento del público, nosotros estábamos en una especie de burbuja; no hacía falta decirlo, aunque ninguno de los dos lo reconocía no corríamos para bajar de las tres horas y media, este maratón era mucho más que eso.
Las impresiones en la salida y durante el tramo inicial de la carrera eran inmejorables. Estábamos en el tiempo adecuado y corríamos al ritmo previsto; por bajo de los cinco minutos el kilómetro y sin rastro de fatiga. El entrenamiento había dado sus frutos y los kilómetros iban cayendo de esa forma tan especial en que trascurren los primeros compases de un maratón; de manera pausada y a la vez vertiginosa. Pasan los minutos mientras el cuerpo va adaptándose al ritmo y casi sin darte cuenta llegas al ecuador de la prueba. En ese punto resultaba inevitable recordar el maratón del año anterior, el del debut para Koko. En éste el tiempo era mucho mejor, las sensaciones a nivel físico, también.
Todo parecía ir sobre ruedas pero a medida que se acercaba el kilómetro 26 comencé a vislumbrar que todo no era como parecía, de hecho a partir de ese momento nada fue igual. Estábamos en la Alameda, muy lejos del mítico muro del que tanto se ha escrito. No había rastro de fatiga, el público aplaudía y varios grupos de animación nos alentaban pero el maratón se presentó de golpe, con toda su fuerza, con toda su crudeza. En ese kilómetro 26, como el año anterior, nos esperaban nuestros incondicionales con sus sonrisas y sus gritos de ánimo pero este año faltaba una persona y aquello fue definitivo.
La mueca que apareció de repente en su rostro no era de cansancio, no había músculos agotados ni piernas entumecidas. Aquel dolor estaba mucho más adentro, era de tristeza, de vacío, de pérdida y de impotencia. Aproximadamente doscientos metros después de chocar las manos de nuestro club de fans, de ese con que cuenta cualquier corredor popular, escuché una frase; “no puedo, me retiro”. Por más previsible que pudiera ser, esas cuatro palabras me descolocaron. Frenamos en seco y yo no sabía qué hacer, para eso no me había preparado. Afortunadamente el apoyo de tres o cuatro espectadores anónimos (gracias de corazón) me proporcionó los segundos necesarios para reaccionar. “Andemos un poco, hasta pasar el puente”, espeté sin pensarlo.
Así lo hicimos y poco a poco volvimos a la carrera aunque ambos ya sabíamos que esta no era la que habíamos imaginado. Después de algo más de dos horas empezaba lo duro, teníamos 16 kilómetros por delante y más que romper un muro teníamos que superar lo más parecido a la Gran Muralla China. Fueron dos horas y quince minutos eternas. 16 kilómetros corriendo muy despacio, parando demasiadas veces, 16 kilómetros de angustia, de lágrimas, de rabia y de sufrimiento. Pero ahí volvió a aparecer la magia del maratón. Lo hizo en forma de ánimos de cientos de espectadores desconocidos, de un buen número de voces amigas, de corredores que nos adelantaban y nos ofrecían su aliento, de épica y por supuesto de la fuerza que nos daba el pensar por qué corríamos esa carrera, por quién había que llegar.
Era la cuarta vez que cruzaba aquella meta pero hacerlo siguiendo el ejemplo de lucha y superación que Arantxa nos regaló durante dos años y escuchar a nuestro club de fans gritar aliviados (llegábamos con casi una hora de retraso sobre el tiempo previsto) fue algo que siempre llevaré conmigo. El maratón de 2015 me dio dos lecciones; que en esta prueba, como en la vida, tenerlo todo previsto es casi una quimera y que a pesar del sufrimiento vale la pena correr, que vale mucho la pena vivir. Yo lo comencé a entender tres maratones y 26 kilómetros después.
Pep Doménech, periodista y corredor popular